Made in Municipio Héres.

Me abraza la marea del trigésimo segundo Noviembre de mi vida, a 14 años de ser extranjero. Desde el trópico de Lombok hasta el páramo húmedo del Ecuador, he tenido la fortuna de sentir la frescura de uno que otro lugar en el mundo. Hoy por cierto, escribo una vez más desde un país donde nunca había escrito, y lo único que viene a mi mente en este momento conmemorativo es mi pueblo, donde todo comenzó.

Al acercarme a estos 32 años, por primera vez siento miedo al paso del tiempo. No se trata de un temor al envejecimiento, sino a la comprensión de que tantos momentos que se sintieron eternos fueron, en realidad, un abrir y cerrar de ojos. Y que al mismo tiempo, tal realización, me cuenta en parte como será el futuro.

Todo comenzó en Ciudad Bolívar. 


A orillas del río Orinoco, en su punto más angosto, se encontraba una ciudad que fungía como corredor comercial y social entre una Venezuela en desarrollo y su vasto patio de recursos en el Macizo Guayanés. Se trataba de Ciudad Bolívar, la tierra en la que mis padres decidieran radicarse hacia el final de los años 80. Una época hoy lejana, que posicionaba a mi ciudad natal como el puente a las proezas del Auyantepuy y sus hilos de agua.
 
No es necesario insistir en que aquella oportunidad de desarrollo jamás se concretó, y que muy rápidamente, Ciudad Bolívar quedó aislada, amenazada por un puente que buscó saltársela y abandonada por nuestra propia crisis nacional, que se olvidó del interior del país. Han tenido seguramente la misma suerte sus ciudades hermanas, que tan solo por su importancia hídrica y minera, debiesen ser centrales en la narrativa nacional. Y ni hablar de nuestra historia, única, en la que Ciudad Bolívar fue el corazón de la lucha por la independencia, sede del Congreso de Angostura de 1819, objeto de estudio en cátedras de derecho del mundo occidental, y donde Simón Bolívar escribió su discurso en pro de la creación de la Gran Colombia.

Aquellas tierras, una vez tan significativas, están hoy cubiertas de polvo y sumidas en un desapego forzoso. Lo hemos sentido colectivamente; muchos de nosotros hemos partido y a muchos otros se nos complica volver. Amigos, conocidos, aquellos con quienes en circunstancias normales habríamos seguido compartiendo, han emigrado a Europa, Norteamérica y el resto de América Latina. Entre cierre de caminos diplomáticos y prohibición de vuelos, resultará mas fácil volver a verse afuera que en nuestra tierra. Serán otros quienes continúen contando la historia de Ciudad Bolívar. Nosotros, los que nos fuimos, hemos perdido ese privilegio.
 
Cercano a este trigésimo segundo año de mi vida, mi mente regresa a aquel lejano lugar. He buscado y escrito a amigos de quienes hacía tiempo no sabía nada, y me doy cuenta de que ni siquiera sé qué carrera estudiaron o los nombres de sus hijos, por esta desconexión natural mutua que surge con la inercia del tiempo, donde nos concentramos en la vida de quienes nos rodean. Y entonces, el tiempo te recuerda que si no es todos los días, nada puede florecer. Comprendes a tu padre, entrado a sus 70 años intentando recuperar el contacto y hallar a los amigos del pasado por cualquier medio. Mejor no esperar, ¿no? No esperar a que los 70 nos sorprendan, y que reencontrarse con los viejos amigos sea una tarea extraordinaria, un trabajo detectivesco, porque siempre mantuvimos el contacto con ellos, quienes seguramente nos ayudaron a formarnos como personas y vieron de nosotros lo que hoy es desconocido para quienes nos rodean.
 
Mi pueblo tiene ese impacto, ese valor. Están clarísimas en mi mente sus virtudes. Incluso aquellas a las que quizás no tuve tanta exposición, como la vida a orillas del río. Virtudes que igual experimenté de otras formas, traducidas por los ojos de los poetas de mi tierra, como Manuel Yánez, o las virtudes de todo ese manto cultural nuestro, que va desde haber visto nacer a Antonio Lauro, también objeto de estudio en el mundo musical occidental, hasta el debut de la Serenata Guayanesa en nuestra feria de la Zapoara del año 71.

Mi niñez es mi pueblo; sus calores extremos, su horizonte ininterrumpido, el campo semiárido, selva y sabana, los ríos, el cielo tremendamente estrellado, la luna llena protagonista en noches sin luz eléctrica, la neblina mañanera siguiendo el curso del río Orinoco como por hechizo. Todo mi mundo naturalista se concibió en Ciudad Bolívar, donde dediqué horas a observar el sol y el cielo nocturno.

Mi adolescencia es mi pueblo, un puñado de amistades que quise en exceso, con quienes iba para arriba y para abajo... nuestro bachillerato, fugaz, social y sano. Mientras que en una escuela promedio del autodenominado primer mundo los viajes escolares suelen ser al bosque o a museos de ciencia moderna, a nosotros nos adentraron a la producción de acero, idiosincrasia de nuestros suelos.
 
Un par de heladerías para tan calurosa vida, locales que surgían por la creatividad y cerraban por el mal de pasar de moda. Un McDonalds como punto de encuentro, algún club con piscinas o tu discoteca repetida. Hubo creatividad para distraernos con los pocos espacios de encuentro que la ciudad nos ofrecía. Estar en casa de los amigos, en sus patios, llegar a sentir a sus padres casi como tíos nuestros.

Hoy aquella época es una breve ventana de tiempo, pero significativa. Aquellos quienes vivimos esa Ciudad Bolívar, no podemos negar la sana y cándida niñez y la libre adolescencia que esa pequeña ciudad nos ofreció. Y que somos Made in Municipio Heres.

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