La misma América del Sur.

No le pido pan al hambre, ni chocolate a la muerte.
Dicho de origen Náhuatl.

No tengo los números, pero intuyo que la mayoría de Venezolanos que migra por vez primera lo hace hacia el mundo occidental; Norteamérica, Europa o América del Sur. Yo tuve la oportunidad de pertenecer a un porcentaje minoritario, de los que saltaron a un Sudeste Asiático. 

Si bien nunca como residente permanente, residí siete años en Malasia, donde aterricé con 18 años, ni de cerca un adulto completo. Parte de mi cultura, muy Venezolana, llena de ambición, proyección y templanza, nadó mares muy atípicos, rodeado de personas de todos los rincones del mundo. Cuando estás en el medio de un río de nacionalidades que vienen y van, tu nacionalismo se opaca… pero se opaca bien, se calla para entender que hay todo un contexto más grande, más lleno de otros idiomas y otras maneras de ver la vida y vivir el mundo. 

Allí, en ese epicentro, tuve durante un próspero tiempo un grupo cercano de personas pertenecientes a países hermanos, específicamente Ecuador y Colombia, quienes con regularidad convivían conmigo y un par de amigos Venezolanos mas. Éramos un grupo pequeño, hippie, que nos gustaba reconocernos como una pequeña Gran Colombia en el sudeste Asiático. Siendo tan notable minoría en ese río de nacionalidades, ser latino era ser una huella dactilar más en un contexto mundial.

Lo cierto es que, después de siete años de vivir una vida como esa, todos los días, en una juventud plena, cuando me tocó regresar a la América suramericana en 2018, específicamente el Ecuador, -que para ese entonces reconocía y estigmatizaba, por sobre todas las otras nacionalidades a la Venezolana-, fue bastante duro. De pronto caí de una nube amistosa y cordial, casi anónima, al ruedo de la saliva política, y a ser un síntoma del descontento por una opresión que ejercen otros. 

Me sentí herido, debo decirlo… herido. De que todo lo que me rodeaba ignoraba abierta y felizmente que el contexto es más grande, que nuestras naciones nacieron juntas. Que en suelo Venezolano lucharon Colombianos y Ecuatorianos, que lucharon, junto a Venezolanos, en suelo Ecuatoriano y Peruano. Que compartimos a los opresores, y llevamos mas de setenta años bajo la injerencia de un imperio en decadencia, que en su improvisación de preservación nos ha desvirtuado a todos. 

Aún con todo, recuerdo con mucha emoción la primera vez que pisé suelo Ecuatoriano, un poco antes, como turista, a fines de 2016. Llegué a las brisas de Guayaquil, mis padres residían en Cuenca y bajaron a recibirme. Era una patria hermana. Cuenca, Quito, la provincia de Santa Elena y sus playas; una patria hermana. Más tarde tuve también la oportunidad de pisar Costa Rica, México y Perú, y no sentí nada menos. Patrias hermanas. Suelos míos.

Los latinos, somos todos iguales; nos creemos mas competentes que el resto del mundo… lo creemos tanto, que al final, lo somos. Llevamos eso con nosotros a todos lados, competencia. Por eso somos tan bien aprovechados para el trabajo en el mundo anglosajón… bien sea para una gerencia, o para encargarnos de la limpieza de la oficina, somos competentes. Para que no se atrase la renta, o crezca la deuda en las tarjetas, para que no le falte pan al hijo, ni educación a los nietos, para que mi mamá, a tres mil kilómetros de distancia resuelva bien su mercado del mes. Competentes. Responsables. Con iniciativa. Eso somos, los de la América del Sur. 

En Ecuador, como en todos los rincones del continente, y como en muchos latinos residenciados fuera, ha habido una influencia anglosajona tal, que pierden esa manera de mirarse a sí mismos y a los demás. Sin embargo, en esa ausencia de humildad y hermandad, se distingue mucho más fácilmente quienes valen la pena, quienes saben abrazar. 

En el monumento a Los Próceres, en el corazón de Caracas, se elevan dos muros conmemorando las batallas de independencia en Ayacucho, Boyacá, Carabobo, y Pichincha. Caigo en cuenta, curiosamente, que ahora resido a las faldas del volcán con ese mismo nombre, Pichincha, y que en el corazón de mi primer amor de ciudad capital, ese nombre de la provincia donde ahora he de residir, me recuerda una vez más que somos lo mismo, que tenemos intrínsecos orígenes… y que por más que el mundo mediático occidental le convenga y se esfuerce tanto en desvirtuarnos, seguiremos siendo lo mismo; no le pedimos pan al hambre, ni chocolate a la muerte.

Todos llevamos al español como idioma de romance, el baile certero, la confianza, la transparencia, la compulsiva necesidad de decir y dejar las cosas ‘claras’, la compulsiva búsqueda de derechos humanos e igualdad donde estemos. Todos somos América del Sur, y somos en conjunto una huella dactilar más en el mundo. Todos somos cumbia, bolero, tango y chachachá, pasillos, corridos y contrapunteos. Irrepetibles, despreocupados por cuestión de cuidarnos el alma. Y a todos nos han robado lo mismo sin darnos nada; todos nuestros recursos, gigantescos, monedero mundial, que nadie ha sabido distribuir con objetividad.

La misma pena, el mismo ímpetu. La misma América del Sur.

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